Hasta hace unos años, desde aquí se veía el mar. Bandadas de
aves anidaban cerca de la orilla, entre las dunas. Resultaba enormemente
placentero verlas en esa parte encharcada de la playa, jubilosas, capturando
insectos como de adentro de un espejo.
Era uno de esos lugares adonde se iba a descubrir estrellas
y a contemplar la luna llena saliendo del océano. Después, los hoteles se
instalaron sobre la arena, lo que había estado prohibido hasta aquella
medianoche en que el intendente y unos concejales dejaron de tener fe en esa
limitación. La costa, desfigurada por la presión inmobiliaria, es ahora la
senda por donde pasan cuatriciclos en ráfagas ruidosas para perderse entre los
médanos, como buscando algo que nunca aparece. Aquella atmósfera de encanto fue
reemplazada por construcciones grandilocuentes que contribuyeron a destruir su
carácter y a expandir una luz venenosa, más propia de una autopista o de una
fábrica. Es el progreso, dicen.
El verdadero progreso
Por Luis Castelli
Por Luis Castelli
No diré a qué lugar corresponde esta descripción. Vale para
muchos, demasiados. Pues esta patología se expande entre un número creciente de
bellísimos sitios que carecen de una planificación orientada a resguardar de
manera adecuada sus valores esenciales. Aunque la gente que allí habita está
hondamente marcada por las características del medio, es usual que surjan
proyectos de infraestructura que ignoren y hasta promuevan valores sin relación
con la comunidad ni con el espacio que la rodea. Se trata, por lo general, de
propuestas ideadas por personas que no viven ni vivirán allí, pero que aseguran
que no es posible detener el progreso, que es irremediable. Están allí para
hacer un negocio, no para fortalecer la emoción estética que el sitio genera.
El progreso -según entienden- puede exigir resignarse a perder algo indispensable.
Es la creencia en el "mal necesario", a la que se agrega algo
particularmente destructivo: quienes tienen a su cargo la administración del
área suelen percibir sólo las ventajas y no los riesgos de incentivar
emprendimientos agresivos con el entorno. Parece la abolición de cualquier
integración de los proyectos individuales en un programa colectivo.
¿Podríamos llamar "progreso" a aquello que se
consigue a costa de los valores de una comunidad y su calidad de vida? El
progreso conduce a una mejora en el bienestar, pero su esencia excede al
despliegue de infraestructura, la generación de fuentes de trabajo para la mano
de obra ociosa o cualquier respuesta coyuntural que busque paliar una crisis.
Tampoco debe confundirse el progreso con la rentabilidad. El verdadero progreso
contempla la defensa de los valores que cada comunidad ha elaborado en armonía
con su hábitat.
Una de las causas que desencadenaron tantos conflictos
ambientales se relacionan con la idea de que el mero cumplimiento de las normas
-a menudo escasas en materia de planificación- garantiza la legitimidad de un
proyecto. Porque éste, además, debe recibir la escurridiza aprobación de la
comunidad local, esa licencia social que les otorga legitimidad. La
indiferencia hacia estos aspectos ha sido causa de numerosos e importantes
conflictos. Y lo seguirá siendo en el futuro. Subestimar problemas de esta
naturaleza no es sino el resultado de un pensamiento que no sabe más que
moverse por intereses puramente circunstanciales que pretenden sólo ganancias
inmediatas.
Entre las razones de estos conflictos se encuentra la
ausencia de una planificación que permita establecer cómo quiere la comunidad
disponer de su territorio: en qué lugar quisiera qué. La planificación
estratégica brinda el marco para el desarrollo de un territorio (sea éste una
provincia, un municipio, una región), estableciendo las metas que guiarán la
forma de conseguir el progreso buscado. Esas metas, discutidas de modo
participativo con todos los sectores de la sociedad, permiten preservar el
carácter del sitio y hace que los ciudadanos canalicen sus preocupaciones y
sugerencias en forma inteligente a través de un proceso edificante, que
fortalece la tan debilitada cultura cívica y, al mismo tiempo, limita la
posibilidad de adoptar decisiones con fundamento en urgencias coyunturales que
pudieran impactar de manera irreversible en el carácter y los valores locales.
Resulta inadmisible que aquello que la comunidad valora y
busca legítimamente proteger pueda desmantelarse mediante una decisión
inadecuada. La belleza de esos espacios responde a la relación entre las
características naturales y un conjunto de valores -históricos, culturales,
etcétera- forjados a través del tiempo con esfuerzo y gracias, seguramente, a
mucho talento. "Bello es lo que el tiempo no hace vulgar", decía Juan
Ramón Jiménez. Sin embargo, para destruir esa belleza basta a veces el acuerdo
entre unos pocos interesados. La única garantía para que esto no ocurra es
contar con una planificación adecuada que refleje los valores y la voluntad de
la comunidad.
Konrad Lorenz, etólogo distinguido con un Premio Nobel en
1973, solía destacar que entre quienes deben decidir si se construirá una
calle, una usina o una fábrica que destruirá para siempre la belleza de todo un
amplio paisaje, las consideraciones estéticas no juegan papel alguno. Parecería
que, desde el intendente de una pequeña comunidad hasta el ministro de Economía
de un gran Estado, existe una total unanimidad de criterio en cuanto a que la
belleza natural no merece sacrificio alguno de orden económico ni político. Por
eso, cuando no se cuenta con una planificación adecuada, es necesario que la
ciudadanía se involucre activamente ante cada caso que pudiera poner en riesgo
el carácter de un lugar. Es el sentido de porvenir lo que impulsa ese accionar,
a menudo colmado de adversidades: de allí que no exista fuerza más grande que
la oposición de una comunidad a una propuesta que atenta contra sus valores
esenciales. Y en esas circunstancias, las autoridades y los intereses que
buscan doblegar semejante fuerza saben, en lo más profundo, que están haciendo
algo ilegítimo.
No es imprescindible involucrarse y participar porque un
sitio sea bello: hay que hacerlo para que siga siéndolo. Quizá deberíamos
comenzar a comprender que el progreso se alcanza solamente cuando todo nuestro
patrimonio, natural o cultural, permanece a resguardo y no sucumbe a intereses
económicos o lealtades políticas. Plantearse con anticipación y de modo
integral hacia dónde se desea crecer probablemente constituya una mejora para
que el verdadero progreso se torne realidad. Tal vez así puedan evitarse los
profundos desencantos que generan los proyectos sustentados en la engañosa
identificación del progreso con un mal necesario o inevitable.
El autor es director ejecutivo de la fundación Naturaleza
para el Futuro
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